El uso de la música en la Guerra Cultural, no es un invento nuestro, ni un capricho ideológico; ha sido registrado y analizado desde la Academia occidental. Lo reconoció Martin Brody en su trabajo “‘Music for the Masses’: Milton Babbitt’s Cold War Music Theory” de 1991. Uno de los importantes manuales de musicología del mundo, el Oxford History of Western Music, de Richard Taruskin, incluye una sección titulada "Música de la Guerra Fría". La historiadora Shellie Clark ha explicado que en épocas de la Guerra Fría "la música se convirtió en un arma en la guerra fría cultural, y los funcionarios del gobierno estudiaron cuidadosamente a los músicos, los estilos y el contenido antes de ser seleccionados para representar a los Estados Unidos como embajadores culturales".
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Tampoco es una práctica muy moderna, sino que desde antaño la música ha sido un arma para la disputa y la violencia simbólica. Históricamente, ha desempeñado un importante papel como medio de expresión de una identidad cultural, étnica o social, como también de una oposición o resistencia. Se ha puesto en función de la movilización militar, social y política. En tanto puede influir en la percepción de los conflictos, enaltecer el orgullo y el ímpetu en el combate, promover ciertos valores, ideologías o expectativas de cambio. Como, también, ha sido empleada como instrumento ofensivo, para aterrorizar el enemigo o aniquilarlo moralmente.
Primero fue lo sonoro, la percusión de las armas, espadas contra escudos, lanzas contra el suelo, y gritos de guerra. Se recurría a coreografías vocales destinadas a mostrar unidad o para aterrorizar. Cánticos invocatorios para conectar con fuerzas espirituales, para pedir la protección de los ancestros o dioses. Los guerreros tribales se “armaban” con artefactos o adornos sonoros, como sonajeros, collares con semillas, cascabeles o huesos… que "activaban" poderes místicos y marcaban el ritmo del combate.
A golpes de pies y palmas, de tambores, campanas, flautas, trompas, cuernos y otros instrumentos hechos con materiales naturales, se marcaba el ritmo de las marchas y se alertaba de los de peligros inminentes. Los instrumentos percutidos o de viento amplificaban la gravedad de la situación, coordinaban movimientos y contribuían a crear un ambiente de tensión y arrojo. Con aullidos y estruendos ensordecedores se buscaba intimidar al adversario o desorientarlos.
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Luego,se fueron afilando todos los signos de la música, sus diversos y penetrantes discursos simbólicos, verbales o no, más nítidos o subliminares. Los elementos significantes de la música intencionalmente seleccionados y estructurados, en función de las motivaciones, pretensiones o intereses. El ritmo, el tono, la melodía, las letras… y todos en sinergia, para transmitir valores, emociones y cosmovisiones, estados de ánimos y predisposiciones, para cementar identidades grupales y energizar los actos. Para hacer resonar cuerpo y espíritu, y los distintos cuerpos y sentires de una tribu, clase social o bando en disputa.
Como sucede hoy, la organización del tiempo, mediante patrones de duración y acentuación, se motiva, impulsa y ordena el movimiento. Se puede aludir al orden o al caos, a la calma o a la velocidad trepidante. Ritmos regulares simbolizan control y disciplina. El toque de los tambores, como el djembe en África Occidental, se manifiesta como distinción étnica o tribal y como conexión ancestral. La polirritmia, herencia africana, en las prácticas músico-danzaras en el Caribe, fue expresión de resistencia cultural, frente a los colonizadores europeos.
Los timbres se constituyeron en marcas de singularidad, los instrumentos y su carácter sonoro transmitían identidades culturales, afirmaban estados de ánimo y evocaban a ídolos, lugares, épocas o sentimientos específicos. Y el ritmo se hizo el pulso de la memoria colectiva, el latir del corazón comunitario.
La velocidad, la variación en la intensidad o el volumen de una música enfatizan ciertos conceptos o estados culturales, expresa emociones o refuerza significados. Ralentizada para los momentos solemnes, acelerada para el éxtasis o trance ritual.
También las melodías y armonías prefiguran geografías emocionales. Según la forma en que los diferentes sonidos y voces se combinan, se sugieren o activan diferentes estados psicológicos y culturales. El silencio puede significar un vacío existencial o una resistencia pasiva; la repetición, obsesión y la improvisación, libertad individual. Se puede irradiar determinados sentimientos, narrativas o afiliaciones. La secuencia de notas que forman una línea musical, si es reconocible y memorable, puede conectar a los sujetos con los ideales de sus predecesores. Una melodía nueva puede sugerir ruptura.
La estructura de la pieza musical, incluyendo la forma en que sus partes se relacionan, comunica también intenciones y sensibilidades culturales. Con la elección de las escalas, tonalidades y progresiones armónicas, se crean ambientes emocionales específicos. Acordes mayores, para aludir la alegría y las menores para la tragedia o la tristeza. El tono agudo, alude el - sufrimiento y el grave, autoridad. La nasalidad en música árabe conecta con lo divino. La dirección melódica ascendente sugiere esperanza, la descendente, duelo. Las escalas microtonales en India, como en las ragas, evocan las estaciones o deidades. La disonancias en el free jazz, la protesta. El contrapunto o la monofonía, pueden simbolizar unión, conflicto o jerarquía.
Más nítidos son los símbolos verbales, las onomatopeyas y las palabras; las metáforas literarias como las afectivas y conceptuales. Declaraciones o llamados rimados y musicalizados.
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Todos estos elementos significantes o discursivos de la música se componen para transmitir o reafirmar significados y sentidos, sentimientos y pensamientos, afectos y valores culturales. Para comunicar narrativas y generar filiaciones, para activar unos y no otros modos de solventar la violencia. En función de construir memoria, glorificar y/o legitimar los poderes y las ideologías.
La música acumulada redunda, en consecuencia, en un “archivo simbólico de la humanidad”. Pues con música se han registrado las guerras y cifrado los mitos, como aún se propagan las denuncias. Operando como medio de propaganda y de influencia. Como herramienta de difusión de mensajes políticos o ideológicos, para la movilización de los sujetos, creando conciencia o expectativas, generando sentimientos de unidad en torno a causas o intereses concretos.
Canciones, himnos y ritmos tradicionales han servido para fortalecer el sentido de pertenencia en contextos de conflictos militares y culturales. Para fortalecer la moral de los combatientes y transmitir historias o leyendas de héroes que se reactivan en los imaginarios colectivos. Para revitalizar, actualizar o reinterpretar tradiciones, posturas patrióticas, como expresiones de reafirmación cultural y como actos de soberanía, frente a influencias externas o invasoras.
O como manifestaciones de rechazo y oposición, como vehículo para la indignación colectiva, como un medio para la protesta o la resistencia, frente a posturas o políticas dominantes, para denunciar injusticias y promover cambios sociales.
Así, de manera general y sucinta, la música ha devenido en arma y en bálsamo para las heridas. Con ella han operado los poderes históricos y las clases subalternas, para doblegar o para emanciparse, para la ofensiva o la defensa cultural.
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