Aún recuerdo de mis años de infancia los recorridos del Teatro Guiñol de Remedios por las comunidades y barrios. No había magia mayor que la del títere llevada a la apoteosis de aquellas tablas omnipresentes. Pareciera que las distancias, los tiempos y los obstáculos no detenían a los artistas en su empeño, sin embargo, detrás de todo había el dolor, el sacrificio de pelear una batalla por la belleza y la sensibilidad. El teatro que apuesta por los públicos lejanos de los centros citadinos es ese que riega el alma de las personas más necesitadas. Años después, en 2023, tuve el honor de acompañar a Ramón Silverio y su grupo hasta las montañas del Escambray, en el poblado de Cordobanal, donde se llevó adelante una cruzada por las representaciones y las imágenes poéticas. Ya en la noche, en plena función, se nos fue la corriente y todo siguió gracias a la luz de un tractor y los celulares casi sin carga que encendieron las linternas. Ambas experiencias, distantes en el tiempo, se unen a la hora de reflexionar en torno a una acción cultural que pareciera ir en retroceso en la medida en que crecen las dificultades económicas y escasean los pagos y recursos.
¿Para qué sirve pensar? Esa es la pregunta que subyace detrás de la utilidad de la cultura. Y en tal signo deberían ir las cuestiones que definen el monto del apoyo a los artistas que eligen, en lugar de irse a otras tierras allende el mar, seguir con las cruzadas dentro del país. Conozco, por ejemplo, el caso del Grupo de Teatro El Viento, de Camagüey, que a pesar de todo y contra todo tipo de apagón, llena las lunetas y deja personas afuera de las salas. Su director Freddy Núñez Estenoz pudo haber estado en otra nación, quizás con comodidades, pero quiere que sea este el público beneficiado, el de los pueblos y ciudades de Cuba, ese que duerme con calor y sin ventilador. Pensar es nada menos que aquello que define la condición humana. El ser que reflexiona sobre sí mismo y su infinitud es capaz de calibrar mediante la expresión cultural el drama de esa encrucijada que lo aprisiona y libera a la vez. Por eso, invertir en la contienda del arte significa construir un mundo habitable en el buen sentido. Pudiéramos hasta decir que se trata de trabajo preventivo, de siembra de sensibilidad. Quien haya ido a una función de teatro y vea llorar al público ante la representación del drama cotidiano sabrá de los poderes de la catarsis y de la libertad humanista que de allí se deriva.
El arte no solo es aquello que nos resulta bello en el sentido artesanal o para el adorno de la realidad, sino sobre todo lo que nos lleva al pensamiento y la condición sustancial de ser humano. Existe una conexión entre el teatro y la toma de conciencia de los pueblos desde la propia edad de oro de la Grecia antigua. En el caso cubano, los grupos han dejado clara su vocación por las comunidades más apartadas, en las cuales la llegada de cualquier atisbo de las artes deviene fenómeno social. Eso lo vi en Cordobanal, en el cual se movió literalmente el suelo ante la presencia de los teatristas. No solo las casas sirvieron de albergue, sino que no faltaron los abrazos y las amistades ya sea de antaño o de reciente data. La humanización de las interacciones proviene de esa noción de compartirlo todo, lo bueno y lo malo, lo alegre y lo doloroso. No puede ser que en nuestro país algún día pase que esa idea de lo propio, de lo auténtico no esté en la base de la política cultural. Y allí reside el peligro de recortar los fondos para este tipo de programación y permitir que la cuestión se resuelva a partir de los sectores privados que mayormente poseen una lógica excluyente.
Sucesos como los que vimos hace poco en el Boulevard de San Rafael o el ya no tan reciente de la Finca de los Monos nos hablan de cuanto nos hace falta la cultura si queremos paz para construir nuestro país. Muy por el contrario, he visto con asombro cómo desde espacios mediáticos se está intentando legitimar y absorber el ritmo y la pseudocultura del género musical reparto como “propios”. Y es que no existe un cordón umbilical que una lo que somos como país, uno de los más cultos del hemisferio desde hace siglos, con un proceso de aculturización que responde a agendas deshumanizantes y ligadas a la guerra cognitiva exterior. Porque hablar del ser humano como un objeto de posesión sexual y glorificar la violencia, cosas que son casi el todo de dicho género, no entran en la concepción martiana de lo cotidiano decente. Y sin esos valores no es posible hablar de cultura. Cierto que estamos inmersos en una realidad que no es de cartón, que no podemos aislarnos ni hacerlo con nuestros jóvenes; pero ofrecer alternativas, dar salidas para la recreación y el uso del tiempo de forma sana no son cuestiones de la política cultural que puedan sostenerse solo con las mipymes.
¿Qué habría pasado en Cordobanal si en lugar de los teatristas hubiera desembarcado un repartero con todo el atuendo lexical y la carga semántica de sus letras? No creo que la respuesta hubiera sido más solidaridad y humanismo entre los vecinos, más unión de intereses y construcción de lo común. Por suerte, los representantes de dicho género rara vez se interesan por giras cuyo único fin y ganancia es llegar y ofrecer sin pedir nada a cambio. Y eso dice mucho del teatro comunitario y desdice a todos los defensores de la afrenta y de la anticultura.
Todos no podemos ser intelectuales, pero todos poseemos capacidad intelectual. Nos está dada la condición de educarnos y de hacernos responsables de los actos que cometemos. El proceso se define a partir de una autopedagogía del ser que se compromete no solo con uno mismo, sino con el contexto. Cuando la violencia social se hace visible y buscamos sus causas, quizás no estamos viendo el andamiaje de la estructura, quizás no nos fijamos en que todo proviene de mucho antes y hunde sus raíces en la profundidad de procedimientos poco serios de la política cultural. Es necesario que las voces que sean capaces de emitir un juicio justo y en equilibrio lleven adelante en los medios públicos cubanos un debate en torno a estas cuestiones, porque corremos el riesgo de quedarnos atrás como nación.
En un tiempo en el cual las potencias emergentes están apostando por la educación y la cultura como pilares del crecimiento en un mundo que ya se define por el poder de la comunicación y del ser; Cuba no puede irse por la tangente y asumirse como un país mentalmente tercermundista. Es que somos pobres, que no tenemos muchas veces lo esencial, pero nuestra historia es un rosario de personas que en las peores condiciones siguieron siendo luces en medio de lo oscuro. Hacia allí hay que encaminar el consumo cultural y hacerlo desde la base social, en los barrios y las comunidades donde pareciera que no existe esperanza. Porque allí, precisamente, se está perdiendo el relato.
Más que una política cultural nueva, lo que Cuba requiere es la coherencia con lo que ya está estipulado. Una directriz que posea, a la par que sentido común, racionalidad creadora, respeto por la condición humana y la virtud.
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