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jueves, 31 de julio de 2025

Sombras de Bejucal que regresan tocando tambor

Bejucal, poco a poco, con la caída del sol, se iba tornando una ciudad llena de sombras...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 26/07/2025
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Sombras de Bejucal que regresan tocando tambor
Sombras de Bejucal que regresan tocando tambor

La noche fue un poco tormentosa y el ómnibus viejo y traqueteante había cubierto en un tiempo relativamente corto la distancia entre las ciudades de Remedios y Bejucal. Atrás habíamos dejado la plaza de la villa que el 24 de diciembre celebró las parrandas del año 1998. Ahora, otro poblado nos sorprendía al amanecer: techos coloniales, calles bastante enredadas, un aire de ausencia y abandono, pero a la vez una soledad que poseía cierto poderío. Las aceras de Bejucal estaban cubiertas por canapés que vendían de todo, pero las personas compraban poco. El país apenas salía de los años del periodo especial, cuando incluso una excursión como la nuestra era una aventura impensable. 

Desde hacía décadas, los remedianos iban a Bejucal como parte de un intercambio entre pueblos. Llevábamos los atributos de las parrandas y nos imbricábamos en las Charangas, unas fiestas primas hermanas que habían surgido también en la primera mitad del siglo XIX y que producto de las muchas mezclas sociales y culturales se transformaron en un espectáculo de gran originalidad. Como en Remedios, los de Bejucal se dividían en dos barrios: la Espina de oro y la Ceiba de Plata, con una rivalidad que a veces rozaba el fanatismo. Pero a mis diez años todo parecía inmenso. Esa es la imagen que viene de aquellos recorridos: el gigantismo, un peso que amenazaba con aplastarme y que me hablaba acerca de un mundo en el cual yo vivía aún a medias, ya que no conocía nada de su funcionamiento. La niñez es un estado de la conciencia donde priman a la par que el miedo, el asombro y la capacidad de guardar cada gesto como un tesoro.

En las callejuelas, esos sitios que están metidos en los rincones del pueblo, las casas presentaban un estado ruinoso. Un viejo edificio donde se procesaba el tabaco ofrecía cierta belleza en su balconaje, en el diseño de sus puertas y ventanas; pero igualmente se lo estaba tragando la soledad. Desde uno de los puntos de dicha ciudad, nos llegaba el sonido de las congas populares que estaban ensayando para la noche. Las personas, a pesar de los años de escasez, mostraban cercanía y apego hacia los remedianos visitantes. Tuvimos atenciones realmente exquisitas, si bien cada uno de los lugares donde estábamos parecía tocado por una mano destructora. Bejucal nos recibió en la humildad de sus harapos, pero con una sonrisa. 

—¿No van a ir a las naves de trabajo? —dijo alguien cuyo rostro se me pierde en la neblina del tiempo. 

Rápidamente, nos trepamos al ómnibus y fuimos llevados a unos almacenes que estaban a unas cuadras de allí. Adentro, unos trozos de las carrozas descansaban entre pedazos de madera cortada, restos de aserrín y de decoración hecha con cintas y papel. Se nos habló sobre la historia de este elemento artístico. Las piezas son cajones con luces, pintados con las mejores galas, que van subiendo poco a poco en la medida en que desde un audio se dice la leyenda. En la cúspide de la carroza aparece siempre un muñecón gigante con cierta alegoría. El argot popular les llama “sorpresas” porque funcionan como las cajas de regalos de antaño, aunque más bien parecieran inspiradas en las matrioskas rusas. Años después, aprendería de manos de mi profesor Eduardo Heras León, la técnica de narrativa conocida como “la caja china” o sea un relato dentro de otro, que conduce a un efecto determinado en el público. Las obras de las Charangas son exactamente eso y guardan incluso lo mejor para el final, tal y como acontece en las historias de mayor suspenso. 

Bejucal, poco a poco, con la caída del sol, se iba tornando una ciudad llena de sombras. En primer lugar, las calles estaban sin alumbrado público en su mayoría; en segundo, un apagón asolaba una parte de la trama urbana. En las esquinas del parque se habían situado unos juegos tradicionales que los locales usaban para apostar dinero. Más allá, junto a los muros derruidos, unas cercas de mallas metálicas que separaban el escenario de las Charangas del resto del pueblo. Las carrozas serían traídas en secreto en algún momento de la tarde noche y a la señal indicada comenzaría el show. Cenamos en la Casa de la Cultura y volvimos a sentirnos agasajados por los pobladores. Mis padres y el resto de la expedición remediana eran interrogados constantemente por los de Bejucal; se hablaba de las diferencias y similitudes con respecto a las parrandas. Incluso uno que otro quiso hacer valer su tradición por encima de la de otros. El último acto de este teatro popular aún estaba por celebrarse y esa sería la sorpresa oculta en ese juego de cajas chinas que fuera aquel viaje a Bejucal. 

Ya en la plaza, todo se tornó oscuro, apenas unos focos en las esquinas. No se podía dar un paso. De pie y en una larga fila, los remedianos esperamos a que todo explotara en una conmoción de luces, alegría impredecible y creatividad. La Espina de Oro lanzó el primer desafío desde el extremo opuesto del parque, con una caja que poco a poco, mediante mecanismos hechos a mano, fue sobresaliendo. Los temas eran una mezcla de fantasías populares, cine hollywoodense y carnaval. Varios bailarines y bailarinas salían en los extremos de cada una de las sorpresas y se llevaban a cabo comparsas en medio de ese abismo que se hacía más pronunciado. La sinfonía iba in crescendo y la rivalidad se hacía sentir. A veces un aplauso cerrado nos paralizaba. Una de las cajas de la Ceiba de Plata apenas se movió con dificultad y quedó a medias. La trompeta triunfal del bando contrario resonó en todo el recinto. 

La pelea cultural siguió durante casi dos horas, las personas de pie no manifestaban cansancio, no había espacio para el hastío. De hecho, cuando llegó todo a su instante cumbre, se sintió como un terremoto porque muchos estaban saltando a la vez. Dos gigantes se alzaron por encima de las carrozas. De un lado una inmensa cotorra pirata, del otro un astronauta. Las figuras estaban además interpretadas en vivo desde el audio por actores que dialogaban con el público. Todo se tornó deslumbrante, pero en un sentido casi trágico. La naturaleza temporal de las fiestas le daban una especie de halo misterioso. Era como la lluvia, habría centellas, conmociones, remolinos de agua; pero al final todo se secaría y el silencio de la crisis de la Cuba de los años noventas volvería sobre nosotros. El pueblo estaba viviendo su momento de felicidad. 

Cuando todo terminó, los tambores llenaron el ambiente y no dejaban que nos oyéramos unos a los otros. Casi con un asombro cercano al temor, nos dirigimos al ómnibus que estaba a pocas cuadras. Las personas pasaban en estado embriaguez y me pregunté, en mi lucidez de niño, si eso estaba causado por el efecto de las luces de las carrozas. Cuando por fin arrancamos, volvimos a pasar por el parque. Una hora después todo estaba desierto. Ni siquiera las carrozas sobrevivieron a un silencio y un vacío que se apoderaron de las calles. Pareciera que allí no hubiese sucedido nada.  

El aparato traqueteante tomó por una de las avenidas que nos conducían a la autopista nacional. Bejucal quedó atrás y en mi sensación infantil solo percibí el peso de una inmensidad ahora ausente. Era como si una cerilla se quemara con rapidez y ahora solo había allí la ceniza de la memoria. 
—¿De dónde vienen ustedes? —nos inquirió un vecino cuando estábamos bajando del ómnibus de regreso en la plaza de Remedios. 
—Del más allá —respondió uno de nosotros con un tono irónico. 
Han pasado los años y aún sostengo que, en efecto, aquel viaje nos mostró un fragmento de otro mundo. No he podido volver a Bejucal. 


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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